Paco Herrera

 

Biografía
Cuando aprendí Sevilla

Mi tía Constanza y mi tío Antonio, no tenían hijos; y yo hacía bueno el adagio de "a quien Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos". Son mis segundos padres, de verdad, nos profesamos mutuamente la misma cantidad de cariño. Yo solía, desde que tengo memoria, pasar temporadas con ellos en su casa del centro de Sevilla. En el mismísimo "ombligo de Andalucía" que era la calle Albareda, aledaña a la Plaza Nueva.

Mi tío tenía muchísima cultura musical ya que había tocado el clarinete desde pequeño. Yo me emocionaba mucho verle con las lágrimas saltadas escuchando las bandas de ésa Semana Santa de Sevilla, que transcurría y discurría por la misma puerta de la casa. Cómo disfrutaba mi buen tío Antonio Nieves con la buena música procesional. Se las sabía todas todas, las silbaba durante su trabajo y me las enseñaba delicadamente como si mi "barriguilla de cuatro años" fuese el tambor....

Si se pudieran contar las veces que me he dormido acunado por los silbidos (muy bien modulados, por cierto) de mi tío entonando marchas procesionales... También me enseñó muchos himnos, mientras desfilábamos los dos, con escobas por la enorme azotea; desde donde se divisaban todos los tejados del casco antiguo de Sevilla. El himno de la Legión.... el de Infantería.... la Salve.... etc. etc.

Qué corazón mas blanco el de mi tío, Señor, que buena persona era. Y qué graciosa y sevillana era mi tía Constanza.
Cuanto amor recibía de mis tíos, desde que abría los ojos hasta la hora de dormir. Todo era cariño y ternura.... mi tía Constanza.... mi tío Antonio... Dios mío que suerte he tenido de conocerlos. Cuantas y cuantas anécdotas y CUANTO NOS HEMOS REIDO JUNTOS, con las ocurrencias de mi tío y la gracia y el " ángel" de mi tía.

Ahí se abrieron mis ojos a la grandeza de la música orquestada....
Ahí aprendí a diferenciar los "colores" de las sensaciones, que cada instrumento con su timbre causaba a mi espíritu.
Ahí aprendí los olores de azahar en primavera, a abrazarme a la esquina de la Giralda y mirarla desde abajo, como niño que se cuelga del delantal de su madre.
Ahí aprendí la música fresquísima del agua en la fuente de la Plaza de Doña Elvira , esa que mantenía ingrávida una naranja verde, para siempre, cuando se la sabía poner bien centrada en el chorrito.
Ahí aprendí a escuchar las voces de las monjas de clausura de Santa Marta, a donde íbamos cada Martes a visitar a la Santita, llamados por la inmensa devoción de mis tíos.
Ahí aprendí a reírme con los niños de la cucaña en la Velá de Santa Ana y a sentirme tan valiente como los que se tiraban al río desde el Puente de Triana.
Ahí vi la cara del Gran Poder en su capilla, y de El Cautivo... y tuve mis primeros escapularios, que con tanta fe me ponía mi tía con un imperdible por dentro de la camiseta, como poderosos escudos de protección.
Ahí vi pasar los Reyes Magos cada año, atronando la calle Tetuán con sus cornetas y tambores que a mí "me hacían muchas cosquillas en la barriga".
Allí presencié las tertulias de los capataces en Morales. Las reuniones de toreros en Trifón. Los ganaderos con sus mayorales en Góngora. La farra de poetas y flamencos en la Taberna El Traga... Todo de la mano de mi tío, que era muy querido en todos esos lugares, y que me enseñó a estar calladito y a no molestar a los mayores cuando hablan.
Ahí amanecía las mañanas de El Corpus Christi , con toda Sevilla en la calle y con todas las campanas del centro, poniéndole música al Sol y al olor de azahar y almendras garrapiñadas.
Ahí aprendí a echarme a volar también, desde mi azotea; en las frescas mañanas de Abril, con mi luminosa fantasía, por todos los tejados y jardines de Sevilla; cuando la Giralda echaba a volar todas sus campanas. Desde mi atalaya de la azotea más alta de la calle Albareda número quince. Por las noches dormía "acunado" por el ronroneo cadencioso de la rotativa de El Correo de Andalucía, entonces sito en la casa contigua. Y mis despertares siempre estaban adornados con un riquísimo aroma, que llegaba desde la calle Goyeneta, donde se tostaba el sevillanísimo café Saimaza.
Ahí me colé un día en el Teatro San Fernando, por la mañana, durante un ensayo que creo que era de Marifé de Triana o alguna diva así, y entre bastidores fui asaltado... vapuleado... agitado... poseído... y atravesado por la flecha que desde nací, Algo o Alguien disparó buscando mi corazón y allí me tuvo que encontrar. Allí, entre bastidores, yo solo y con la cara blanca y un sudor frío por mi frente, descubrí verdaderamente mi vocación. Desde aquél día que pude escuchar una orquesta en directo, y una voz por encima, ejecutando el más bello instrumento musical, que es la voz humana; supe por fin qué puñetas era yo.
Aquel día, tuve la desgracia o la fortuna de saber que yo era artista de nacimiento, y que ya no podría yo vivir sin aquello que estaba viendo y ENVIDIANDO. Aquella envidia me hizo abrir mis ojos. Desde entonces lo proclamé con orgullo.

Cuado los mayores le preguntaban a los niños: ¿ Y tu que vas a ser de mayor ?, Bombero, policía, mecánico, médico, abogado.... contestaban todos. Yo siempre contestaba: ARTISTA. Y desde que soy artista, así me aprendí SEVILLA.

La hermana de mi tío, Salvadora, vivía en la calle Rioja y tenía el balcón y la azotea de los más privilegiados de Sevilla en Semana Santa: Rioja semi-esquina con Sierpes... casi nada... El edificio de Lámpara Metal. En plena Carrera Oficial.
Ahí me pasaba larguísimas horas viéndolas pasar todas.
De día y de noche, asistía año tras año al "mayor espectáculo multimedia del mundo". Sonidos... colores.... luces.... olores...
Sensaciones absolutamente inefables que yo iba "engullendo", embelesado desde mi balcón de niño... desde mis ojos de niño... desde mi alma de niño...

Y ahí fue cuando un día ya no me pude aguantar más y, yo solo y a hurtadillas, sin que nadie lo supiera en la casa, pues me encontraba solo en la azotea; me arranqué y canté una saeta.

Así como el que juega con la luna.
Siete años tenía, pero yo ya sabia cantar muy bien la Saeta, pues había escuchado ya centenares de ellas y mi oído de "loro" funcionaba de maravilla. Me las había tragado, y de su digestión todo fue aprovechado y asimilado al cien por cien, así que pasaron a formar parte de mí. No deseché absolutamente nada. Y, claro, un hartón tan grande para un estómago tan pequeño, era lógico que reventase por algún lado.
Así que, como preso de una incontinencia fuera de todo control, allí tuve que "vomitar" aquella saeta que, naturalmente, hizo historia.

Lo mismo me pasó con la música procesional. De todo cuanto "recogí", se fueron destilando solas algunas notas, algunas cadencias, algunas magias... y escribí mi primera marcha procesional: Santísimo Cristo del Desamparo y el Abandono.

Pero eso ocurriría treinta años mas tarde. Treinta años tardé en darle rienda suelta a eso que yo tenía que sacar "pafuera". Treinta años de gestación para una marcha procesional que, afortunadamente, también está haciendo historia.

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